No saber si pasaremos del ERTE al ERE, si llegaremos a pagar la letra, el alquiler o la calefacción (esto en caso de disponer de una vivienda); no tener idea de si volveremos a trabajar alguna vez, si podremos brindar a quienes están a nuestro cargo unas mínimas condiciones de dignidad, no mañana, hoy.
No es el artículo 116 de nuestra Constitución el que define el estado en que vivimos, es la precaria concreción de derechos fundamentales, civiles y sociales que nos promete el resto de su articulado el que mejor define nuestro estado de alarma. Derecho al trabajo, a una vivienda digna, al desarrollo pleno de la personalidad, etc.
La alarma es por definición un mecanismo que se activa cuando los indicadores del funcionamiento de un sistema muestran una alteración que advierte de un peligro potencial.
Los indicadores de una vida digna, entendida esta como una vida que valga la pena ser vivida, hace tiempo que dan cuenta de una alteración grave al interior del sistema económico que la sostiene.
El casi “empate social”, fruto de las políticas intervencionistas que acarrearon cambios económicos, institucionales y sociales, desde mediados de los `50 hasta la crisis de los ´70, viene siendo derribado desde hace casi cuatro décadas.
Bien asentadas están a estas alturas las bases para el empobrecimiento de sectores medios y populares en beneficio de los grandes grupos de concentración económica.
Se profundizan las asimetrías y estallan las expectativas de movilidad social desarrolladas en nuestro imaginario.