El amor fluye, imagina, sueña, contempla y, en su embelesamiento, a veces aminora su marcha; el odio jamás se distrae, nunca descansa; prueba de ello: el mundo que nos hemos dado.
El epígrafe de inicio refleja el espíritu y apela a una idea de mi abuelo, quien a través de las anécdotas de mi madre me enseñó a mirar el mundo.
Para bien y para mal, muy acorde con su tiempo, nos enseñó a asomarnos a la realidad desde el paradigma de la sospecha.
Con los años, no sin resistencias, comprendí lo acertado de la perspectiva en una doble vertiente: su funcionalidad a la hora de construir un pensamiento crítico, por un lado; y la significativa casuística en favor del acierto, por otro.
Y en este ejercicio de anticiparse, en el que acertar puede implicar una derrota, es que hoy nos interpela la necesidad de no olvidar estos meses pandemia y confinamiento.
La primera no ha acabado, apenas da un respiro a nuestro estresado sistema sanitario; el segundo en cambio, en su relajamiento, nos expone a amenazas, pero también a la posibilidad de empezar a delinear un orden nuevo; esto siempre y cuando la desescalada no archive nuestras reflexiones de ese “tiempo en pausa” con la misma velocidad que las recetas de panes caseros.
La generalizada sensación de que el mundo del que nos bajamos con el estado de alarma venía funcionando muy mal, nos llevó a prácticas mediante las cuales se sobrevivió al rigor de otros tiempos.
Sin ignorar la zozobra que supuso para muchos que vieron puesta en jaque su subsistencia, el aislamiento de la cuarentena nos permitió al redescubrimiento de nuestras redes vecinales y comunitarias, nos devolvió al contacto con los anónimos de proximidad, al encuentro sin prisas con nuestros compañeros de vida y de cama.
Aquello fue un salir dentro. Desde nuestros balcones nos encontrábamos acompañados por un mundo más extenso.